Tamara Saforcada era una oficinista de 33 años recién casada, con una vida de lo más simple y normal. Su marido, Diego, y ella se acababan de comprar una casa en Barcelona y tenían previsto tener hijos algún día. Ella era feliz, pero lo cierto es que no tenía la vida que le gustaría tener. Siempre había soñado con una vida con aventuras, amores locos y emociones.

Lo que ella no sabía, era que lo iba a conseguir en breve.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Capítulo uno

Ese viernes salí de la oficina más enfadada de lo normal. Aunque ya estaba acostumbrada a las paranoias de la bruja de mi jefa acusándome de quitarle las cosas que ella misma perdía, no podía soportar lo que me hizo ese día, que fue nada más y nada menos que coger todas mis cosas de mi escritorio y ponerlas en el más pequeño y asqueroso de todos, que encima tuve que estar limpiándolo toda la mañana.

Cómo ya eran casi las tres de la tarde y no había comido nada, me dirigí al Starbucks más cercano y entré. Compré unas magdalenas de chocolate para cuando vinieran mis sobrinos a casa y un bocadillo de jamón y mostaza. Me comí el bocadillo de camino a casa y aún me dio tiempo de pasar por un supermercado y comprar algo de comida. Desde que me había mudado con mi reciente marido a una de esas casas grandes y blancas con jardín de ensueño, ir de la oficina a casa me costaba unos veinte minutos andando. Por la mañana, de casa a la oficina, a las 7:00, me cogía el autobús.

Cuando ya casi estaba llegando, me encontré con una de mis nuevas vecinas. Se llamaba Úrsula, tenía unos 60 años y era la típica cotilla que se alimenta a base de la vida de los demás. Eso sí, su casa era incluso más grande de la mía porque cuando que murió su marido le dejó una herencia memorable. La calle en la que yo vivía estaba llena de ese tipo de casas.

-       ¿Qué tal vecina? –me vociferó.
-       Bien, vengo del trabajo.
-       Ya, ya lo sé –sonrió de manera exagerada. Normal que lo supiera, se pasa el día espiándome.
-       Bueno, vengo un poco cargada –le señalé las dos bolsas de comida que llevaba- y no puedo entretenerme a hablar ahora…
-       Oh, vaya, que pena porque me acabo de enterar de que la que vive ahí se ha separado y...

Ya no la escuchaba porque prácticamente estaba delante de la puerta de mi casa. Odiaba este tipo de gente, y juré que nunca viviría en un lugar donde hubiera personas así, pero finalmente me tuvo que pasar.
Entré en casa, dejé la compra y miré el reloj. Las cuatro menos cuarto. Me eché un rato en el sofá a ver la tele. No tenía nada que hacer. La verdad es que desde que me mudé aquí me aburría un montón. Cuando llegaba a casa, ya estaba todo limpio porque teníamos asistenta. Y lo cierto era que me encantaba esta casa, y siempre había soñado con una casa así, pero no sabía porque no era feliz del todo.

A las cinco llegó mi marido, Diego. Nos habíamos casada hacía tres meses, y la luna de miel fue fantástica en París y Roma, pero eso fue lo más emocionante que me había pasado desde que estaba con él. Yo le quería, le quería muchísimo, pero eso de que tuviera tanto dinero a veces no me hacía tanta gracia. Y su trabaja en su gran empresa le hacía quedarse hasta la madrugada algunos días, incluso fines de semana. No sabía exactamente porque, pero tenía dudas… Y eso, a decir verdad, nunca es bueno.

Entró en casa, dejo las llaves y el maletín donde la asistenta pudiera verlos para guardarlo y se acercó a mí. Me saludó con un fugaz beso en los labios y, aunque yo quería más, sabía que un beso era más que suficiente porque siempre venía cansado y agotado de trabajar, aunque no sabía cómo se cansaba tanto, pues tan solo tenía algunas reuniones y comidas, y poco más.

-       Cariño, ¿Qué te parece si esta noche salimos a cenar? –le pregunté, con voz melosa.

Se sentó a mi lado en el sofá.

-       Esta noche… no puedo. He quedado con Lapiedra y unos clientes para cerrar unos negocios, en un restaurante. Tenemos prácticamente las acciones de los ingleses, pero hay que hacerles un poco más la pelota –me dio un beso en la frente y subió a nuestro cuarto.

Me tumbé en el sofá de nuevo y empecé a llorar, no sabía ni porque. Quizá porque mi marido ya nunca salía conmigo a cenar como hacíamos antes de casarnos; quizá porque su trabajo le estaba abduciendo; quizá porque me aburría como una ostra todo el día y mis amigas vivían en la otra punta de la ciudad; o quizá porque mi vida no era como me gustaría, y era hora de tomar decisiones drásticas, era hora de cambiarlo todo.